II
Los varios meses de invierno
y destemplanza habían socavado el carácter de algunos de los hombres hasta el
punto de la locura. Uno de ellos, Velázquez, perjuraba haber visto un ánima en
pena. Le habló en sucesivas noches de ronda, hasta podía describirla…, casi
tocarla… y recorrer su rostro con la mano extendida. Sería, por deducción de
los otros, unas de las tantas mujeres que sucumbieron a los naufragios y
sus cuerpos yacen dentro del mar helado, como una tumba despoblada de
recuerdos.
—
¡Sí, ya sé, ustedes no me creen!, pero muchas noches me despierto jadeando.
Como si ella estuviera recostada a mi lado en el catre. Con su tez… de un
blanco mortecino. Una cabellera roja, como la sangre misma. Unos ojos verdes, como las más preciosas
esmeraldas. Se queda en silencio en un rincón sombrío–dijo Velázquez.
Lo interrumpe Rudolf, con un
lenguaje entre español y ruso.
– ¿Me creerán loco? En mis rondas, cuando camino por el ala norte
del faro, junto a la restinga, contando unos ciento veinticuatro pasos con el
sol en el poniente, escucho una voz… de un hombre maduro desde la nada; que me
incita a matar al Prefecto Ramírez. En algunas oportunidades me despierto en
las madrugadas con una sudoración impropia para el clima hostil. Con una daga
en mi mano derecha, mirando el catre del Prefecto.
– ¡Sí… me pareció una actitud bastante extraña! en algunas noches de
insomnio, sentir uno ojos clavados en mi nuca –aseveró el Prefecto.
–Ya que estamos en una cuestión de deschave… –aclara
Anselmo. Saben que
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